miércoles, 20 de abril de 2016

EL TROZO DE PAPEL

Polvo, mucho polvo. Más que un sótano aquello parecía los escombros de una guerra batallada durante años. Una guerra perdida que a día de hoy parece tener ya poco que ver conmigo, o eso pensaba yo.

Aun no soy del todo consciente del por qué decidí bajar a un lugar tan remoto como aquel a mi edad. A pesar de tener setenta y ocho años, todavía tenía energía suficiente como para bajar unas escaleras y explorar. La verdad es que hacía mucho tiempo que vivía como en otro planeta, y en cierto modo sentía la imperiosa necesidad de redescubrir algo. En realidad, ese otro planeta seguía siendo el mismo que hacía unas décadas, o al menos en cuanto a apariencia respecta, porque por el resto, las cosas habían decidido cambiar bastante y aquel sótano era la viva evidencia de ello.

Resultará gracioso, y a mi parecer, un tanto insólito, pero en ese lugar lleno de embalajes, telarañas y cachivaches, me encontraba más en mi mundo que nunca antes, y es que se respiraba el pasmoso aroma de los recuerdos grabados en un árbol de navidad o en unos juegos de mesa. A poco estaba de olvidar lo que se sentía al sentarse en una mesa a compartir ingenios, historias o hazañas con otras personas. Ya casi nadie lo recuerda. En este mundo, salir a la calle a tomar un café o mirar cinco centímetros por encima de una pantalla no está a la orden del día, no señor, y me atrevería a decir que en este siglo nadie sabe realmente lo que es importante.

Sin darme apenas cuenta, mis manos ya estaban rebuscando entre los recovecos de la habitación, con un singular y fantástico revoloteo en el estómago que me tenía totalmente ensimismada. Pasaron pocos minutos para cuando encontré aquel tesoro. O quizás, el me encontró a mí. Era una caja bastante voluminosa, precintada con cinta adhesiva en cada esquina. Estaba desgastada, aunque seguía manteniendo su forma. Arranqué sin tapujos las cintas, y al observar con expectación el interior, me topé con un libro escondido entre trizas de papel. ¡Un libro! señor, algo se revolvió por mis adentros, y podría decirse que la sensación fue muy similar a la que sentiría si descubriese el parque jurásico de Steven Spielberg. En la portada había un dibujo grabado, una especie de logo con dos U enlazadas, una mirando a la derecha y otra a la izquierda…me resultaba demasiado familiar. Debajo del libro, había un mp4 y unos auriculares. Fue absolutamente inevitable que se me escapara una pequeña risilla tonta al pensar en lo arcaico que resultaba todo aquello. Encendí el aparato con algunas dificultades y comenzó a sonar un piano. Esa melodía me hizo estremecer sin saber muy bien por qué, y como pétalo que lleva el viento, abrí por la primera página:

Todo comenzó allí, entre sueños, ilusiones y aspiraciones. Entre esfuerzos, abatimientos y pronunciamientos. Dónde nos forjamos, dónde evolucionamos, y gracias a ello, ahora resistimos”.

Antes de que pudiera pasar a la siguiente página, un sonido chispeante sustituyó al piano e invadió mis oídos. Me arranqué los auriculares de cuajo. Aquello fue inquietante, y casi me paralizó por completo. Giré la cabeza en busca de algún responsable, pero no encontré nada diferente en la habitación, solo calma y silencio. Pero justo en el momento en el que volví la mirada hacia el libro, todo mi alrededor se había esfumado. Mi cuerpo se desplomó en el suelo y quedé inconsciente.



Me sentí muy aturdida durante unos segundos, con la cabeza agachada, los ojos entrecerrados y la espalda arqueada. Y… ¿sentada…? De estas veces que no sabes muy bien si tu cuerpo está dónde tú crees que está. De repente, comencé a escuchar una voz que se hacía camino entre mis oídos taponados, alcé la mirada al frente y me froté los ojos intentando recomponerme un poco de aquella extraña situación.

–Así bien, os deseo mucha suerte a todos en vuestro primer año en el grado de Psicología de la Universidad de Cádiz –concluyó orgulloso el decano del centro.
–¿Pero…qué? ¿Inicio del curso en Psicología? –balbuceé sin terminar de asumir muy bien lo que estaba escuchando y me froté de nuevo los ojos.

Aquello parecía demasiado real. ¿La universidad…? ¿en Puerto Real? y estaba a… ¿septiembre de 2012? Miré a mí alrededor. Estaba sentada en una de las butacas moradas de la sala de conferencias de la facultad de educación, rodeada de los compañeros que sesenta años atrás habían compartido cuatro años de su vida junto a mí, y que, en ese momento, parecían no conocerse aún. Pero… ¿eran ellos de verdad? ¿cómo era posible que yo estuviera allí de nuevo? En ese instante una ráfaga de viento me sorprendió corriendo desde la puerta, me giré y fue cuando lo vi: allí estaba. Definitivamente esa era yo. Era la Amanda de dieciocho años que un veintitrés de septiembre decidió apoyarse en el marco de la puerta de la sala de conferencias, a esperas del inicio del curso. No podía creer lo que estaba viendo. No dudé un segundo en levantarme de mi asiento y correr hacía ella (¿o yo?), aún con las piernas algo entumecidas, cómo si me hubiese tirado años sentada en aquella butaca morada. ¡No podía dejar pasar aquella oportunidad de hablar conmigo misma! ¿Qué le diría? ¿qué me diría?...

En cuanto me posicioné en frente suya para decirle lo que fuera que iba a decirle, sufrí la sensación más estrambótica y siniestra que había sentido nunca. Amanda avanzó y traspasó mi cuerpo, continuando su camino por el pasillo de la facultad sin percatarse de que se había cruzado con su “yo” de unos pocos años más. Increíble. Imposible. Ignorando por el bien de mi cordura lo sucedido, volví a correr detrás suya, esta vez gritando su nombre como si me fuera la vida en ello. Hacía tiempo que no perseguía algo con tanta intensidad, y para mi sorpresa, Amanda se dio la vuelta, retrocediendo los pasos que había andado y situándose delante mía de nuevo. Los amagos por hacerme ver fueron totalmente en vanos, pues intenté tocarla, abrazarla, incluso golpearla levemente, pero en todos los intentos traspasaba su cuerpo como si de un fantasma se tratase. No obstante, su rostro mostraba algo, era como si a pesar de no escucharme ni verme, pudiera sentirme.

Repentinamente, Amanda pegó un bote sobre sí, puso cara de decisión y entró de nuevo en la sala de conferencias, dirigiéndose a una chica que estaba aún sentada anotando en su cuaderno. Decidí poner un poco la oreja en la conversación, aunque, para decir verdad, recordaba aquel momento a la perfección. Esa chica fue mi mejor amiga durante muchísimos años, y aquel momento fue el que marcó el comienzo de nuestra gran historia, jamás podría olvidarlo.

–Eh… ¡hola! soy Amanda, he visto que estabas un poco sola aquí, y bueno, soy nueva también, y no conozco a nadie… no sé muy bien por qué, pero desde que comenzó la presentación he pensado que debía hablarte para conocerte –soltó Amanda bastante nerviosa.
–¡Hola! Me llamo Diana, ¡encantada de conocerte! –la chica se colocó las gafas en su sitio y le regaló una preciosa sonrisa llena de simpatía.
–Encantada Diana, la verdad es que me iba a ir del tirón para casa, pero a mitad del pasillo he sentido que si no te hablaba ahora… ¡no lo iba a hacer nunca! fíjate que cosas…
–¡Venga ya! –dijo Diana entre risas–. Yo he pensado lo mismo, te lo juro. No sé, de estas veces que sabes que vas a terminar siendo amiga de alguien sí o sí, ¿sabes? –se quedó un poco pensativa y pegó un bote sobre el asiento–. ¡Vamos a tomarnos algo en la cafetería juntas! Así nos contamos un poco de nosotras –se levantó y agarró a Amanda por el brazo.
–¡Me parece genial!
Las dos salieron de allí y se desvanecieron ante mí. Un segundo después, sentí como mis piernas perdían el equilibrio, el pulso de mi corazón se ralentizaba y mis párpados se cerraban poco a poco.



Todo se tambaleaba a mi alrededor otra vez. Tenía los ojos llenos de legañas y me costó bastante abrirlos con normalidad. ¿Dónde estaba ahora? ¿qué estaba pasando? Este lugar…

–Bien, pues esta son las llaves de tu nuevo piso Amanda –dijo el casero–. Espero que te vaya muy bien y con lo que sea, puedes llamarme.
–De acuerdo Joaquín, ¡muchas gracias por todo!

Venga ya, ¿este es el día que me mudé a mi piso de estudiante? Recuerdo lo muchísimo que me costó tomar aquella decisión. Tenía miedo, nunca había vivido fuera de mi casa y estaba demasiado acostumbrada a que mis padres me resolvieran todos los problemas. Pagar facturas, hacer la compra, limpiar la casa… era algo impensable para mí. Y mis compañeras, ¡ni las conocía! No tenía la más mínima idea de todo lo que iba a aprender, me esperaba una aventura apasionante.

Entre pensamiento y pensamiento perdí de vista a Amanda, ¿dónde se había ido? Corrí a lo que por entonces era mi habitación. La encontré echa un ovillo en la cama, rodeada de paredes todavía vacías, sin vivencias e historias impregnadas en ellas. Estaba llorando. Sus manos sujetaban fuertemente una fotografía. Madre mía… Alejandro. El mismo día que me mudé a ese piso, mi novio, con el que había compartido 3 años de mi vida, me había dejado por motivos de “distancia”. Él se fue a estudiar a Sevilla y yo a Puerto Real. ¿Qué clase de distancia era esa? jamás logré comprenderlo, y la realidad es que nunca más supe de él.

Me acerqué al filo de la cama, esta vez más tranquila, sabiendo de antemano que no iba a verme ni a escucharme. A pesar de seguir siendo como un espectro para ella, hice el amago de abrazarla y acariciarle el pelo, intentando de alguna manera transmitirle tranquilidad. No sé muy bien qué clase de juego onírico era aquel, pero sentía la necesidad de animar a la chiquilla, olvidando por completo que ese animal indefenso era yo hace tantos años.

–Amanda, sé que no puedes escucharme, pero quiero que sepas que tú puedes con esto y con mucho más. Entiendo que es difícil, porque toda tu vida está cambiando, pero no olvides que, a pesar de todo, estás aquí. Tú has sido la que ha tomado la decisión de venir, de luchar por el futuro como psicóloga que siempre has querido. Has sido valiente de elegir el camino que creías correcto, de romper con todos tus esquemas, de dar un paso adelante y no quedarte quieta en el tiempo. Incluso a pesar del dolor, sabes que nada es eterno. Sabes que después del sufrimiento viene el resurgimiento, y como persona fuerte que eres, sabrás qué hacer en cada momento, y serás tan valerosa de saber cuándo necesitas de los demás. Además, por muy negro que lo veas todo ahora, esta casa va a ser algo que recordarás toda tu vida. Lo vas a disfrutar muchísimo, y vas a aprender a ser mejor persona. Cariño, llora todo lo que necesites ahora, pero no te rindas nunca.

Amanda se retorció sobre sí misma y fijó la mirada al frente durante unos largos segundos. Se limpió la cara con la manga de la sudadera y se levantó de un salto. Yo seguía tumbada en la cama, persiguiéndola con la mirada llena de lágrimas. No había podido evitar emocionarme con todo lo que le había dicho. Jamás habría creído que podría decir algo así a alguien. Observé como buscaba algo entre los cajones. ¿Una tijera? La chica cogió la foto y la beso. La miró con una expresión entre nostalgia y determinación, y la cortó por la mitad. En ese momento, el sonido de una puerta inundó el silencio:

–¡Amanda, ya estamos en casa! –gritaron desde abajo unas voces a coro mientras un pequeño gatito se metía sin llamar en la habitación–. ¡Baja que hemos traído pizza y juegos de mesa! ¡como tardes en bajar nos la comemos y jugamos sin ti!
–¡Voy! –soltó un suspiro seguido de una media sonrisa, acariciando al animalito que se le enroscaba en la pierna buscando cariño–. ¡No me dejéis sin pizza malditas! –gritó, y echando una última mirada a la maleta abierta en el suelo, salió por la puerta perseguida por el felino.

¿Había tenido algo que ver mi discurso con el comportamiento de Amanda? No lo sé, pero lo cierto es que me sentía bien, increíblemente bien.

La estancia se había quedado tranquila y todo parecía en calma, así que aproveché para acercarme a la maleta abierta. Total, no estaba haciendo nada malo, todo aquello era “mío”. Al revolver un poco las cosas me conmoví. Toda mi ropa, mis cosas de cuando tenía dieciocho años… y mis partituras. Tocaba el piano y solía escribir partituras, y estaba delante de las primeras que hice. Las había perdido y pensaba que nunca las volvería a ver… ¿retomaría algún día el piano?

De nuevo, se empezaron a entumecer las piernas y se me desvaneció la visión. Otra vez está ocurriendo. ¿Qué es lo que está pasando aquí…?

Silencio.
Antes de que mis ojos reaccionaran de nuevo a la consciencia, mi olfato ya identificó aquel olor. Papel, tinta impresa… era evidente el lugar al que mi peculiar viaje me había traído. Madre mía, cuantos libros deberían haber allí. Abrí los ojos y me topé a mi alrededor con estanterías repletas de conocimiento, mesas inundadas de folios, personas nutriéndose de sabiduría… en definitiva, me encontraba en la biblioteca de mi facultad. Cuanto tiempo había pasado desde que el silencio de la reflexión y la lectura no recorrían mi piel. Cuantos momentos pasé en este lugar…era sencillamente fantástico.

Nuevamente, ignorando lo surrealista de todo lo que estaba pasando, me asaltaron infinidad de pensamientos… ¿cómo podían haber desaparecido estos santuarios de papel? En mi siglo, las “microchiptecas” se habían hecho con el monopolio del conocimiento. Y no penséis que estos sitios son lugares acogedores, plagados de historias y de lucha por conseguir una meta, no, en absoluto. Todo se reduce a una especie de almacén de “microchips temáticos”. Estos microchips tienen información de diversos temas, y lo único que hay que hacer es introducirlos en una ranurita conectada al cerebro que injertaron unos cirujanos a todas las personas al nacer (y si eres de la antigua generación como yo, te costará una pequeña cirugía extra). Una vez que la introduces, esperas unos segundos a que se procese la información y voilà, serás un experto en física cuántica durante los próximos 3 meses. Y si quieres seguir siéndolo más tiempo, desembolsa tu riñón. Esto funciona así. Las cosas ya no se trabajan ni se preparan con demasiada antelación. ¿Te hace falta ser una máquina en astronomía para impresionar a esa chica en una noche de estrellas? Pues solo te costará el ir a uno de estos establecimientos e introducirte el puñetero microchip. Que romántico, ¿verdad?

Mi disertación filosófica sobre las estrellas y el amor se interrumpió cuando vi a Amanda desparramada sobre sus apuntes, rodeada de vasos vacíos de café y con un moño tan desaliñado que podría guardar una pistola en él. Dios santo, parecía que le había atropellado una manada de elefantes.

Esta vez no lo dudé, me acerqué a su mesa y me senté a su lado, echando un vistazo a lo que se traía entre manos. Recordaba ese día, estaba preparándome un examen final de la asignatura de Psicopatología II. La materia era terriblemente difícil, llena de conceptos y terminologías extrañas. Pasé horas y horas estudiándola, y aquel día no podía más con mi alma. Si me hubiesen hablado de los microchips temáticos en ese momento los habría comprado a cualquier precio, créeme que si, como si hubiese tenido que comerme un plato de caracoles (los detestaba hasta el punto de agredir física o verbalmente a alguien si me aproximaba uno a menos de un metro).

Bueno, no me acerqué a Amanda para ofrecerle uno de esos cacharros. Si algo me había enseñado esta travesía a través del tiempo, es que nada es imposible, y efectivamente, ese espantoso examen tampoco lo era. Apoyé mis manos sobre sus hombros, manteniendo como pude la compostura por mi condición fantasmagórica, y esta vez, decidí hacer algo diferente. Aprovechando que tenía la cabeza escondida entre sus brazos, robé un trozo de papel de entre sus apuntes. No sabía muy bien por qué el resto de los objetos si podía palparlos como un humano normal, pero la verdad es que no me lo cuestioné demasiado, y el hecho de poder hacerlo me resultó bastante de ayuda. En él escribí la siguiente frase: “Puedes si crees que puedes”.

Solté el papel delante del folio que parecía estar leyendo antes de desplomarse, me aproximé a su frente para darle un beso y le susurré: “el resto está en ti pequeña”. Me alejé de ella, y cuando ya estaba casi saliendo de la estancia, un soplo de aire me hizo volver la vista atrás. Amanda había levantado la cabeza de su escondite y apretaba fuertemente el papel entre sus manos. A pesar de sus ojeras, parecía decidida a retomar el trabajo. Rebuscó entre los bolígrafos de su estuche y sacó un pequeño rollo de celo, y sin pensárselo dos veces, arrancó un par de trocitos y pegó la frase en el panel de aluminio que tenía en frente. Acto seguido, se recolocó el moño y reanudó la lectura de sus apuntes.

No pude más que regalarles una sonrisa a las paredes de la biblioteca.


Todo se nubló.

–¡Abuela! ¿dónde estás? –el grito del chaval resonó en todo el sótano–. ¿Qué haces ahí abajo abuela? ¡sube, mama dice que vamos a soplar las velas ya! –Sin levantar la cabeza de su IPhone 33, volvió a meterse en la casa–. Hoy mi querido nieto Adán cumplía la mayoría de edad.

La voz del chico retumbo en mis oídos. Todavía no sabía muy bien dónde me encontraba, ¿ya estaba de nuevo en mi sótano? ¿qué había pasado? ¿había sido todo un sueño? Si no había sido real, lo había parecido bastante.

Me levanté de un salto, descuidando la idea de que volvía a la estabilidad de la realidad, lo cual provocó un estruendoso crujido en los huesos de mis rodillas. Eché un rápido vistazo a mi alrededor: la caja seguía allí, pero, ¿y el libro? ¿dónde estaba el libro? Tampoco estaba el mp4. “Qué raro” –pensé mientras me rascaba el cogote–. Me sentía bastante aturdida y pensativa. Evocaba a la perfección las situaciones reales que había “soñado” esa tarde… el momento en el que decidí lanzarme a hablar con Diana, cuando decidí romper aquella foto y bajar con mis compañeras, y cuando apareció por arte de magia aquel papel. En cada ocasión quise tirar la toalla, lo recuerdo vívidamente, pero hubo algo que lo impidió siempre. Algo que en esas fechas habría jurado ser un milagro. Pero… en realidad, ¿fui yo misma? Es decir, ¿y ese papel? ¿lo escribí “yo”?... Me estaba empezando a estrujar demasiado los sesos con este asunto…ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, y quizás lo del papel y lo demás son recuerdos falsos, y ni siquiera ocurrió realmente…

Con aire un poco desesperanzado, decidí subir las escaleras para reunirme con mi hija y con mi nieto. Parecía que la palpitante travesía había finalizado, y ya tocaba volver a la innegable realidad. Subí lentamente peldaño a peldaño, rememorando casi sin querer mis vivencias universitarias. Era increíble cómo había olvidado tantas cosas. Pero ahora me sentía diferente. Esbocé una pequeña sonrisa mientras paraba mentalmente en cada estación de mi gran viaje, y casi caí de un traspiés en el último escalón. Intenté creer que mi aventura sería escuchada por mi familia, que nos sentaríamos a comer tarta y café a hablar de cómo huele un libro, de las leyendas de la universidad… me encantaría que mi nieto viviera esa experiencia. Me cuesta imaginarlo desenvolviéndose solo entre tanta novedad. Adán, como el resto de los chavales de dieciocho años de mi siglo, no tienen especial interés en estudiar literalmente una carrera. Y ojo, no es su culpa, es lo que han aprendido, hoy en día las cosas se consiguen sin esfuerzo, y si no se consiguen, se enfadan con “esta maldita sociedad”. Lo cierto es que, aunque parezca mentira, aún existen las universidades en ciertos puntos del mundo, pero solo ingresan en ellas los que no han olvidado el valor de la lucha y la capacidad de soñar. El mundo todavía tiene esperanza, y son esos chavales capaces de revelarse y forjarse como personas.

De nuevo perdí la noción del tiempo. “Amanda, Amanda, eres una soñadora empedernida en un caos estático, vuelve a la tierra cariño” –pensé sonriendo–. A veces tenía que devolverme yo misma al mundo, me gustaba demasiado perderme entre divagaciones y reflexiones.

No me detuve más y me dirigí al salón. Para mi sorpresa, mi hija y mi nieto estaban hablando sin sostener un teléfono móvil entre las manos. No diré que aquello me sorprendiera más que cuando vi el libro, pero podría hacer un curioso símil. Observé como junto a la tarta había una enorme caja que ponía “Abuela Amanda”. Parecía la caja precintada del sótano, solo que esta vez estaba envuelta por un brillante lazo rojo. ¿Un regalo?...

El chico se percató de mi presencia y sin demorarse, se aclaró la voz:
–Mamá, abuela, antes de que oficialmente cumpla dieciocho años, quiero daros una noticia. He decidido ir a la Universidad. Me ha costado mucho venir aquí a decíroslo, pero algo en mí me pide que lo haga, y sé que, si no lo hago ahora, no lo voy a hacer nunca –Adán se sentó en la silla de brazos cruzados muy satisfecho, y esperó la contestación de su familia.

Antes de poder articular palabra, se hizo el silencio de nuevo. Esta vez, ya nada daba vueltas, ni las piernas se me entumecieron. Las parpados no pesaban, simplemente caían por su peso natural, y una sensación sobrecogedora inundó mi alma. Parece que la travesía de mi vida iba a continuar. Me sentía feliz.




–Aquí es –suspiró Adán–. Aun llevaba puesta la banda de graduación, y en su mano derecha sujetaba fuertemente su diploma de Psicólogo.

­–¿Quieres que te deje unos minutos a solas con ella?
–Sí, gracias…

A pesar de que Iván había sido siempre el apoyo emocional de Adán desde que se conocieron en la facultad, esta vez necesitaba un tiempo de reflexión en solitario.
El suelo estaba algo fangoso, pero eso no supuso ningún problema para que Adán se sentara junto a su abuela. En la otra mano, sujetaba una carpeta negra. Intentó que no ocurriera, pero fue inevitable que una lágrima comenzara a recorrer su mejilla.

–Bueno… pues aquí estoy abuela. Jamás imaginarías que llegaría tan lejos ¿eh?... y todo te lo debo a ti. Hace cuatro años fuiste tú, para mi sorpresa, la que entraste una tarde en mi habitación y me hablaste de tus historias de cuando estudiabas en la universidad. Sé que por mucho que te lo diga no me vas a creer… y es normal que no lo recuerdes, al fin y al cabo, empezabas a perder tus recuerdos a una velocidad espantosa… todo estábamos tan preocupados porque ni siquiera recordabas tu nombre a veces… pero aquella tarde, como por arte de magia, lo recordabas todo, y se te veía tan feliz… que me lo contagiaste por completo. Fíjate, ¡conseguiste incluso que dejara de mirar mi móvil!, que, para entonces, era un condenado vicio para mí. Me hablaste de tantas cosas… recuerdo cómo me explicaste el momento en el que conociste a tu amiga Diana, y de todas las aventuras que vivisteis a raíz de aquel día. Me pareció tan emocionante que cuando vi a Iván por primera vez en las puertas del aulario, no dudé en presentarme. ¡Como hiciste tú abuela!, y ahora es una de las personas más importantes en mi vida. También he aprendido a luchar por lo que quería. Aquí me tienes, recién graduado y con ganas de seguir aprendiendo por mis propios medios. ¡Si es que no he visto un solo microchip temático en toda la carrera! A quien se lo cuente no se lo creerá, y me dará por loco. Pero ¿sabes?, me da completamente igual. He descubierto lo que es desarrollarse como persona y no pienso renunciar nunca más a ello.

Adán se levantó cuidadosamente, y después de suspirar un par de veces, abrió la carpeta y rebuscó entre los papeles hasta sacar un pequeño y desgastado trozo de papel muy arrugado, con marcas de celo en las esquinas, como si hubiese estado pegado en alguna parte antes. Lo desplegó y lo colocó con cariño junto al nombre esculpido de su abuela:

–Nunca habría podido sin haber creído que podía hacerlo. Gracias por hacérmelo ver.





domingo, 7 de febrero de 2016

Sueño #3

No quiero estar ni un segundo más aquí. Cada día que pasa, las paredes de este extravagante hostal para chiflados se me caen con mas fuerza encima. Tengo que salir de inmediato, y hoy es el día. Tan solo debo traspasar la puerta de entrada, camuflándome entre los embatados de blanco.

Aun no se muy bien cómo conseguí poner los pies fuera del edificio. A mis espaldas dejaba la locura, o eso creía. El sonido del mar y las gaviotas resonaban cerca, mientras el sol rozaba con fuerza mi piel. Respiré muy profundamente, eso era libertad. No podía creer que estuviera fuera, pero no debía bajar la guardia, a partir de ese momento era presa de cualquiera. Es más, los embatados de blanco estaban cerca, tomando café en la esquina. Tenía que ser veloz y sobrepasarlos de nuevo. Permitir que me dieran caza ahora sería un grave error.  

Corrí con todas mis fuerzas, y me colé en un callejón. De repente parecía estar en otro lugar totalmente diferente. Ya no resonaban las olas ni el grujido de las aves, ni tan siquiera el sol llegaba a alcanzarme. En un instante me vi sumergido en un pasadizo estrecho y gris, lleno de casas antiguas tapiadas con trozos de madera mal colocados. La calle era larga, y no se escuchaba absolutamente nada. Por alguna extraña razón, o quizás por instinto, me detuve delante de una fachada en ruinas. 

Algo me pedía a gritos que escalara, y eso hice. Trepé por los trozos de madera como pude, y al llegar a lo alto, la noche cayó sobre mis hombros. Alcé la mirada y fue cuando presencié aquel espectáculo visual: me encontraba en el límite de un muro de piedra que separaba el extraño callejón de un majestuoso castillo lleno de gárgolas, alzado entre una inmensa extensión de agua que reflejaba las constelaciones que teñían el cielo. Aquello parecía un universo flotante. Antes de poder salir del asombro, un larguísimo pasadero creció ante mis pies. Atravesaba todo la masa de agua, desembocando en el castillo. 

Aparecí dentro de una estrecha sala de paredes de granito. Estaba oscuro, y solo un pequeño rayo lunar penetraba por un recoveco. Era asfixiante, aquella estancia no permitía apenas moverte. Intenté explorar palpando lo que pude, y encontré una especie de puerta a mi derecha. Antes de poder abrirla, noté como un escalofriante rugido se aproximaba. No sabía por qué, pero debía huir, esa cosa iba a por mi y me alcanzaría en pocos minutos. Abrí la puerta y encontré un viejo retrete encapsulado en la habitación. No lo dudé, me escondí en cuclillas detrás de él. Aquel monstruo estaba allí, al otro lado de la puerta. Era el fin. 

...

Agua... está fría... y yo...estoy flotando...

Abrí poco a poco los ojos. Estaba boca arriba en un riachuelo que cruzaba por una bóveda enorme de piedra. Al fondo de la estancia se vislumbraba la desembocadura, y yo me dirigía hacia allí. El trayecto fue tranquilo, no impuse ningún tipo de resistencia, simplemente dejé que mi cuerpo fluyera. Me gustaba esa sensación. Al llegar, me detuve ignorando la corriente. En el techo había un gigantesca abertura que mostraba el espacio lleno de estrellas y asteroides. A ambos lados de mi visión, flotaban incesantemente dos planetas de dimensiones escalofriantes. Parecía que iban a caer sobre mi. Sentí admiración, paz y terror por unos largos segundos. 

...

El viento me empujaba fuertemente hacia atrás. Estaba de pie sobre un acantilado, al otro lado del océano que separaba mi antiguo mundo del castillo. Quería volver, pero debía cruzar nadando las aguas oscuras. No lo dudé ni un segundo cuando me tiré de cabeza. Nadé con todas mis fuerzas, pero a mitad del camino, un extraño personaje apareció inmóvil sobre las aguas. Llevaba una capucha negra, y me miraba con determinación. Intenté ignorarlo, pero cuando lo sobrepasé, extendió su brazo y me agarró, arrojándome de nuevo al borde del acantilado. ¿Pero qué...?

Volví a repetir la maniobra varias veces, a cada cuál mas furiosa y cansada, pero fue en vano, todas las veces me hacía retroceder. Desistí, y, dejándome llevar por la brisa, me desplomé en el suelo.