jueves, 19 de diciembre de 2013

Realidad sin reloj, sueños con tiempo

El texto fue escrito con esta canción (recomiendo leer mientras se escucha) (pincha)

Hay días en los que al levantarme no miraría la posición de las manecillas del despertador, desayunando
 mucha más cantidad que otros en los que si lo hago. Unos huevos fritos con bacon y un zumo de naranja natural sin colar, por ejemplo. Luego me pondría lo más cómodo que tuviera y le regalaría una sonrisa a quienes frecuento una mirada indiferente. 

Es posible que en vez de ir a los mismos sitios, de ver diapositivas repetirse una tras otra y pensar teorías sobre el tiempo, probaría a viajar. Quizás a perderme por mi calle o por las calles de los demás, ¿por qué no? o grabaría un vídeo hablando de como hacer una casa de jengibre con mucha azúcar y mucha nata en una cocina llena de artilugios de repostería. 

Puede que intentase hablar sueco, o alemán, ¡incluso finés! al tiempo que leo en inglés y escribo la carta de reyes en francés. Probaría cervezas mientras experimento con nuevos sofás de nuevos bares con nuevas voces, jugaría al billar y a los dardos con la mano izquierda y colorearía el álbum de chapas con nuevos colores. Leería sobre psicoanálisis o sobre los planetas del sistemas solar bajo un sauce llorón tomando capuccino con mucha espuma, o imaginaría fenómenos extraños de la atmósfera sobre mi cabeza. Aunque pensándolo mejor, podría coger la bici desde mi casa e ir hasta allí a ver la aurora boreal. 

Jugaría al Trivial junto al estanque, o encima de un banco, o andando, o durmiendo, y tocaría el piano en la playa. Me presentaría a un grupo de música y les pediría tocar la batería, y luego me la llevaría a cuestas, ¡aunque tuviera que correr mucho después!... Llenaría mi mochila de bocadillos de chorizo y pagaría con el dinero del monopoly en el mercadona. Comería mientras camino y miro el paisaje, y dejaría las migas de pan en una esquina para que los animalillos salvajes pudieran comer. Quizás adoptara una familia de erizos.

Me tiraría por la primera cuesta que viese con un correpasillos, o quizás con un monopatín, y luego jugaría con todos los niños que encontrara en mi camino. Les regalaría copos de nieve de papel y les pintaría la cara con temperas, ¡a los niños les encanta la pintura! Reiría y jugaría con ellos durante horas. 
Pediría opinión a toda la gente que me fuera encontrando y escucharía con total atención, y luego les rogaría que me enseñaran lo que mejor supieran hacer. 


Iría a una tienda de instrumentos y probaría todos los que pudiera. Visitaría todas las bibliotecas del mundo y dedicaría tiempo a repasar mis ideas y a leer cosas que nunca había leído en la paz del silencio. Después subiría corriendo las escaleras, para bajarlas igual y subirlas de nuevo. Me tiraría desde la azotea en paracaídas y allí arriba abriría mi agenda de contactos y apuntaría los mas importantes en un cuaderno, cada uno de un color, y luego, mientras sobrevuelo el mar, tiraría el móvil para que lo cogiera un barquero en apuros. Llamaría a esos contactos desde la cabina de la estación de tren en la que acabé, para decirles que estoy bien, que pronto los abrazaría con más fuerza que nunca. 

Acto seguido cogería el primer tren-hotel que hubiese y me sentaría a ver como las gotas de lluvia son mas lentas que yo. Dormiría sobre el cristal y despertaría casi al atardecer con el cachete empañado, descubriendo que hay una persona que huele muy bien a mi lado. Iniciaría una conversación y descubriría que hay más visiones del mundo además de la mía. Charlaría largas horas sobre intenciones, planes y deseos, ¡aunque supiéramos con certeza que son una locura! Pensaría en llevar adelante la idea que surgiera de esa conversación. Me despediría de ella en su parada habiendo olvidado preguntar su nombre, y sabiendo a su vez que jamás la olvidaría. 

Antes de dormir, tomaría un baño en un lugar lleno de azulejos negros, disfrutando de la esencia moussel y de las velas e incienso de vainilla, escuchando a su vez el aleatorio de mi mp3. Abriría mi diario lleno de colgajos, garabatos, dibujos y esquemas, y escribiría todo lo aprendido en el día, pegando con pegamento todos los papelillos que cualquiera despojaría de importancia. 

Y finalmente, tras abrazar la almohada, dejaría que el traqueteo del tren me meciera hasta que el cuerpo se desplomase por completo y la mente comenzara a vivir.